Mónica Dawidowicz: cuatro nombres, una vida

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Todos mis nombres

Por: Alejandro Czerwacki
Clarín, 21-08-2016

Cuando tenía apenas tres meses de edad, su padre la pasó por un hueco del alambrado del gueto Jaludna, de la ciudad de Lida, Polonia (actual Bielorrusia), a las manos de una mujer no judía que vivía en la calle Rzeczna, donde las balas pasaban cerca, con el único objetivo que ella sobreviviera a aquello a lo que ya su familia comenzaba a resignarse, con los nazis en el poder. En un minuto dejó de llamarse Rojele Mowszowicz por Irina Shipula, apellido de sus nuevos padres postizos. Hoy aquella beba en peligro ya pasó las siete décadas habiendo escapado del terror, buscando cada vez que puede, transmitir un mensaje esperanzador a los más jóvenes y con un nombre que no remite al de los años cuarenta.

Es que Mónica Dawidowicz usa el apellido de casada y su sobrenombre es uno de los tantos que pasó por su vida y finalmente escogió. Mónica, Raquel, Rojele, Irina son parte de los nombres que aparecieron en su camino, cada uno con su historia y aroma especial. Luego de convivir unos años con aquellas manos solidarias que la cobijaron mientras afuera ocurría lo peor, con el fin de la guerra un familiar lejano se enteró de su existencia, que había sobrevivido a la barbarie, y pudo llevársela, luego de muchas resistencias de los Shipula. Deambuló hasta llegar a un orfanato de la Cruz Roja en Suecia y llegó clandestinamente a la Argentina gracias a un tío paterno, allá por 1947, siendo apenas una niña. Sus recuerdos sobre lo peor que vivió en su infancia serán gracias al discurso de otros, porque la primera imagen que recuerda de su niñez fue cuando tenía recién seis años en algún lugar del Uruguay, paso previo antes de venir a este país, con el extraño sonido de un tranvía, casi un juguete para esa niña. Antes, en el infierno, no hay registros, sólo los que supo de boca de Ester, la única de sus dos hermanas que vivió para contarlo y que reside en Israel. Con ella se reencontró recién a sus 21 años entre eternos abrazos, sabores amargos y dulces a la vez.

Por el relato de otros, pudo saber que nació en el húmedo y oscuro sótano de la casa donde vivía su familia junto a otras en el gueto. Nejama, su mamá, la trajo a este mundo en medio de destrucción y apocalipsis. Poco tiempo después, en el mismo sitio donde abrió sus ojos por primera vez, sus padres utilizaron ese espacio para escapar de una redada nazi. Pero ella, puro llanto, quedó sola en el piso de arriba, en una cama, porque hubiese delatado a los demás si se quedaba con ellos. Los nazis entraron, la desnudaron, revisaron todo y no se la llevaron ni la mataron, como a tantos cientos de miles de niños. “Mi alma se congela en esa escena perturbadora … Sólo yo en ese cuarto, que ahora se vería inmenso. ¿Cómo habrán podido resistir allí abajo, transidos de miedo y pena? Yo era la voz de su sangre y los llamaba”, cuenta Mónica en su libro “Todos mis nombres”, donde se pregunta por qué el gigante nazi no terminó con su vida o acaso querían que muriera ahí sola y congelada.

Mónica perdió en el Holocausto a sus padres, a su hermana Neja y a otros familiares. En Argentina su tío paterno se hizo cargo de ella, como si fuera su hija, y entre tanta confusión y silencios, comenzó a armar el rompecabezas de su historia. “Nunca nadie me dijo nada de la muerte de mi familia –reconoce con su mirada pacífica, cálida pero con las cicatrices que le dejó el andar. Cuando llegué a este país no me entendían, ni yo a los demás. Pero al año ya hablaba castellano”. Aquí conoció a su actual marido, Julio, entreverados ambos en dos mundos accidentados de vida, y fueron padres de Marina, Paula y Nicolás que les dieron seis nietos. Fue agente de viajes durante más de 40 años: “no fue una casualidad, de tanto ir de un lado para el otro con mis valijas de pequeña mi destino era seguir viajando ¿no?”, dice, convencida. Y luego vino el libro, porque los hijos le decían que dejara algo escrito para sus futuros bisnietos. “Fue también otra forma de viajar. Empecé por ordenar documentación, fotos, objetos. Con los testimonios de mi hermana, mis dos tíos y un primo, que fuimos los únicos sobrevivientes, pude armar mi historia. Si sobreviví, algo tenía que hacer para que esto no ocurra nunca más”, cuenta con nostalgia y orgullo. Además de adoptar varios nombres en el camino, poco se sabe del día que exactamente nació. En su pasaporte polaco pusieron una fecha arbitraria, el 20 de junio de 1941. Sus cumpleaños siempre se festejaron ese día, aunque ella sabe que lo más importante es estar viva. “Sé que no vine al mundo gratuitamente, por eso yo quiero alzar la voz por los que ya no la tienen –afirma con valentía. Me armé de valor para no hundirme en el pasado. Viví mentiras y ocultamientos sobre mi identidad, sobre la verdad de mi historia. Por eso a mis hijos les pido que me digan lo peor pero que no me mientan”. Mónica dice que siempre responderá a todos sus nombres. Aunque si alguien le dice Rojele, el que escogió su mamá, sus ojos se llenarán por un momento de lágrimas, como ahora. Como si esa mujer se reencontrara con una beba sonriente, despojada por un instante de tanta injusticia, haciéndose presente por un instante en este encuentro.

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